“¡Te voy a colgar!”: El Padre Kentenich frente al nazismo

(ZENIT – 13 sept. 2018).- El próximo sábado 15 de septiembre se cumplen los 50 años del fallecimiento del P. Kentenich. En esta ocasión se celebrarán diversos eventos en el pueblo de Schoenstatt en Alemania, y a lo ancho y largo del mundo, en ciudades en que el movimiento de Schoenstatt se encuentra arraigado.

Cuando von Redwitz, el jefe del campo de concentración de Dachau, le preguntó en estado de ebriedad al P. José Kentenich “Eh, tú, consejero religioso. ¿Eres tú un consejero espiritual?”, no se imaginaba que un prisionero pudiera responderle con paz interior y sin miedo en un campo de horrores, torturas y muerte. El terror ejercido hacia los prisioneros era una forma eficiente de mantener una perfecta disciplina, y a la vez, de descargar toda la miseria enraizada en el alma del represor. La respuesta del P. Kentenich, en un tono cortés y calmo, fue: “No, no soy consejero religioso, pero cada tanto suelo dar algún consejo espiritual.” Von Redwitz interpretó que el sacerdote le estaba sugiriendo que podría darle un consejo espiritual a él, y respondió furioso: “¿Cómo? ¿Tú quieres darme a mí, al jefe del campo, un consejo espiritual? ¡Tú, atorrante, tú! Ya te voy a dar. ¡Te voy a colgar! ¡Te voy a colgar! ¡Te voy a colgar!” Al día siguiente, el P. Kentenich tuvo que presentarse ante el jefe del campo. Lo hizo con la paz interior que lo caracterizaba, y el incidente se cerró ahí mismo.

El P. José Kentenich había fundado el Movimiento de Schoenstatt en el año 1914, en Alemania. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, Alemania estaba sumida en una pobreza extrema, porque como perdedora, debía hacerse cargo de los costos de la guerra ante los demás países. Ante tal humillación y pobreza, Hitler se iba perfilando como líder, que prometía salvar a Alemania de la ruina.

El pueblo alemán estaba entusiasmado por la esperanza de recuperar la dignidad y la estabilidad en el país a través de Hitler. El P. Kentenich se reunió con el obispo de Münster, Clement August von Galen, que al igual que la amplia mayoría de los dirigentes católicos, confiaba en que Hitler podría ser una excelente opción para Alemania. Sabiendo que el P. Kentenich no era de esta opinión, el obispo le pregunta: “¿No cree usted que detrás de todo este proceso hay una voz de Dios y que el nacionalsocialismo podría ser bautizado?”

El P. Kentenich recibió como misión el forjar una persona nueva en una comunidad nueva, en libertad, en el espíritu de María, destinado a vencer al hombre masificado, vacío de valores, colectivista, promovido por el populismo, en este caso denominado nacionalsocialismo. Al ver que los ideales de Hitler no conducirían a forjar este tipo de persona anclada en Dios y con libertad interior, tuvo los elementos para responder al obispo con firmeza: “No veo dónde se le podría echar el agua bautismal”. Años más tarde, el obispo sería nombrado cardenal y se lo conocería como el León de Münster, por su férrea y frontal lucha contra el régimen nazi.

En 1941, el P. Kentenich fue apresado por la Gestapo, la policía de Hitler. Se lo recluyó a un edificio que había pertenecido a un banco, a un búnker que se había utilizado para guardar en forma segura las sacas con dinero. Era un lugar extremadamente frío, lúgubre, pequeño, donde el prisionero apenas podía moverse. De bunkers contiguos, se oían gritos de pavor. La mayoría de los prisioneros se volvían locos al tercer día, en medio de gritos de desesperación y llanto. Esto hacían los nazis para quebrar la moral de sus prisioneros.

Luego de cuatro semanas de estadía en este lugar de espanto, fue llevado a una celda. El capellán de la prisión, Mons. Paul Fechler, dio testimonio del estado en que salió del búnker: “intacto en cuerpo y en espíritu, como un vencedor”. El mismo P. Kentenich expresó: “Por fin tuve vacaciones. Por fin tuve mucho tiempo para rezar en paz”.

El P. Kentenich había desarrollado una paternidad muy profunda entre sus hijos e hijas espirituales. La misma tenía siempre como meta conducir a la paternidad de Dios. En marzo de 1942, el sacerdote fue enviado al campo de concentración de Dachau, donde su personalidad sobresalía de entre las personas masificadas que allí vivían. Luego de incidentes en los que los nazis habían intentado atemorizarlo, al ver que no tenía miedo, y que por el contrario, irradiaba seguridad interior y dignidad, los prisioneros lo respetaron de entrada, y comunistas comenzaron a llamarlo “papá”. En un ambiente donde los instintos animales dominaban las relaciones, descubrieron en su personalidad un pequeño oasis que daba esperanzas de que todo no terminaba en ese infierno, que todavía valía la pena cultivar valores.

El P. Kentenich se dedicó en Dachau a asistir a sus compañeros de prisión, a dar charlas y hasta retiros en las diversas barracas, corriendo constantemente riesgo de ser descubierto y torturado o asesinado. De su pobre ración de comida, solía compartir con un hambriento, para ser solidario, pero también para fortalecer su personalidad. Sentía que podrían quitarle la libertad física, pero jamás su dignidad y libertad interior. Escribió varios libros, que salían del campo en forma oculta en hojas sueltas y son hoy una joya de ascética, espiritualidad, pedagogía y teología.

De entre esa literatura, escribió oraciones, poemas profundos sobre la alegría de vivir en la victoriosidad de los hijos de Dios, de sus vivencias con María, etc. Difícil es imaginarse que un hombre pueda trascender tanta miseria y ser para otros una profunda esperanza, un pequeño terruño del cielo.

Años más tarde le preguntaron al P. Kentenich: “Padre, después de haber pasado cuatro semanas en el búnker, el tiempo en la cárcel, y tres años de horror en el campo de concentración, ¿qué es lo más difícil que vivió, el momento más terrible?”, a lo que él respondió: “No tuve un segundo difícil”. Y explicó por qué tuvo una excepcional resistencia a todo tipo de vejaciones y tortura física y psicológica. Hacía ya muchos años que ponía su vida completamente en las manos y la voluntad de Dios. Su madre, al verse obligada a dejarlo en un orfanato a los nueve años, lo consagró a la Virgen María.

Esta entrega mutua de corazones marcó a José para toda su vida. Desde entonces se supo amado y profundamente acompañado y guiado por la fiel compañía de María. Se trató de un amor tan profundo, que le dio fuerzas para hacer frente a toda adversidad. Por eso, ya desde niño se ejercitó en tener una vida recia y varonil, en dominar su cuerpo y mente. Dormir en el suelo, soportar heladas sin abrigo y días de sol calcinante en la plantación del campo, arriesgar la vida constantemente para cumplir con su misión, subsistir años de hambruna, vivir en un infierno entre personas con actitudes primitivas, dormir en barracas hacinadas, no le causaba la más mínima dificultad, y menos todavía crisis, porque tenía muchos años de entrenamiento en la reciedumbre, y especialmente en aceptar activa y filialmente la voluntad de Dios en cada momento de su vida, sintiéndose abrazado por la maternal presencia de María en su corazón.

Fidelidad filial a la Iglesia, al Papa, en los momentos más difíciles

El P. Kentenich pasó por duras luchas internas en su juventud. Estas le abrieron los ojos desde muy temprano respecto a la importancia de una sana relación con todo lo creado, como camino seguro hacia una vinculación profunda y auténtica con Dios y, por ende, hacia la ordenación completa del organismo de vinculaciones del ser humano.

Ahora, después de la guerra, durante la cual su Obra había sido probada hasta el extremo, al advertir que estas vinculaciones humanas fueron elementales no sólo para subsistir, sino incluso para el crecimiento de sus hijos en la vida espiritual y en la santidad, se sintió en la obligación de plantearle a la Iglesia la necesidad de enraizar el amor de Dios en el alma a través de lo humano y de todo lo creado, como medio para llegar al amor a Dios. O sea, no bastaba con que la Iglesia construyera escuelas, orfanatos, templos y seminarios, y que los católicos fueran a misa todos los domingos. Era necesario que la fe penetrara la vida, y eso no sería posible si no se profundizaba el organismo de vinculaciones naturales y sobrenaturales; de otra forma la Iglesia no podría resistir a los embates del tiempo moderno.

El 31 de mayo de 1949 el P. Kentenich deposita sobre el altar del Santuario de Schoenstatt en Santiago, Chile, la primera parte de una larga carta que enviaría al obispo de Tréveris –diócesis en la que se encuentra Schoenstatt–, en la que expresa estas ideas con todo respeto, pero a la vez con absoluta claridad. Propone una forma de pensar, amar y vivir orgánica, contrapuesta a una mecanicista, que no refleja en la vida los valores cristianos, y llega a afirmar que en este punto se juegan los destinos de la Iglesia y del mundo. La Iglesia no estaba preparada para hacer un análisis crítico de su propia realidad. Interpretando que se trataba de una crítica a su jerarquía, se separó al P. Kentenich de su fundación. La Iglesia probó con dureza su fidelidad. A través del Concilio Vaticano II, que duró tres años, la Iglesia fue abriendo su concepción de sí misma, y justo al finalizar el mismo, el P. Kentenich fue liberado de todas restricciones que pesaban sobre él, sin que se encontrara fundamento justificado a ninguna reclamación.

El P. Kentenich fue siempre fiel a Roma, fiel a la Iglesia. Jamás se le vio con amargura o desazón. Al respecto de cuestiones que consideraba incorrectas, siempre se dirigía en privado a la autoridad. Era obediente a toda orden que recibía, pero a la vez, expresaba con claridad su posición. En los 14 años de separación de su Obra fue probado duramente. Siempre respondió con paz interior. Sin duda su visión de la Iglesia era una más iluminada, transparente, humana, comprometida con la realidad del mundo, y santa. Esto no fue simplemente una idea, sino que la Divina Providencia fue conduciéndolo a que su fundación tuviera como meta vivir estos valores.

En un tiempo en que la fidelidad al Papa tambalea en muchas personas, algunas de forma intencional y pública, en otras por inseguridad y en forma privada, la figura del P. José Kentenich marca muchos corazones en una dirección: Fidelidad incondicional al sucesor de Pedro, al vicario de Cristo. Sobre la crisis actual, no hay duda que no se debe negar la realidad, no se debe ignorar la verdad. Debe haber justicia. Se debe proteger a las víctimas y ayudarles a sanar, de la mano de la justicia.

A la vez, el ejemplo del P. Kentenich compele. Mueve a tener una fidelidad incondicional a la Iglesia, al santo Padre. Mueve a confiar que el Papa actúa de la mejor forma que puede, dentro de las ilimitadas limitaciones de su humanidad. Desde esta perspectiva se entiende que fidelidad a Jesús implica que al Papa no se le exige, sino que se le respeta, se lo protege y se le obedece en humildad y amor, sin excepciones.

Por la misión que el Espíritu Santo infundiera al Santo Padre, el testimonio de vida del P. Kentenich invita a los católicos a llevar una profunda vida de santidad y de filialidad y fidelidad radicales al Papa, y en el Papa, a Jesús. Una simple frase puede resolver para los católicos una de las preguntas más cruciales en un tiempo de dudas, intrigas y crisis: “Tú eres Pedro”. Y podemos quedarnos tranquilos, que Pedro, responde en su conciencia, directamente al Señor.

El P. Eduardo Aguirre, postulador de la causa de beatificación del P. Kentenich, recuerda la misión heredada del fundador de Schoenstatt: “El P. Kentenich conscientemente no habla de su carisma, sino del carisma y de la misión de Schoenstatt para la Iglesia y el mundo en el tiempo actual. Esta es la herencia que hemos recibido de él y que queremos asumir de nuevo y más conscientemente, especialmente en este Año del P. Kentenich, para llevarla a la Iglesia.

El carisma de P. Kentenich es nuestro carisma. Por consiguiente, es un desafío para nosotros – 50 años después de su muerte – y es nuestra responsabilidad, que su carisma se realice y sea fecundo en la Iglesia y el mundo… Con el espíritu del fundador, queremos proyectarnos en el futuro con él.” Y sobre la relación de la misión del schoenstattiano con el Papa Francisco, expresa Aguirre: “Por encima de todo, cada uno de nosotros y juntos en nuestras comunidades, estamos llamados a seguir el camino de la santidad que nos señala el Papa Francisco en su exhortación apostólica, Gaudate et exultate, del 19 de marzo 2018. Así seremos los mejores testigos de la santidad de nuestro padre y fundador.” El texto completo de la carta puede verse en https://www.schoenstatt.org/es/kentenich/2018/07/es-nuestra-responsabilidad-que-su-carisma-se-realice-y-sea-fecundo-en-la-iglesia-y-el-mundo/

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